Comentario
Probablemente fue la crisis cubana aquella que resultó más grave entre las dos superpotencias en todo el período que transcurre desde mediados de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta: a fin de cuentas, la Guerra de Suez tiene que ser conceptuada como incidente, aunque importante, en el camino hacia la emancipación colonial mientras que la crisis de Berlín había tenido antecedentes previos y no dio la sensación de poder llegar a provocar una conflagración mundial. En cambio, éste fue el caso de la crisis cubana que se desencadenó en octubre de 1962.
El alineamiento de Castro con la URSS no era inevitable. Se debe tener en cuenta, por ejemplo, que el Partido Comunista cubano se opuso al asalto al cuartel de Moncada, que constituyó el primer paso del Castro revolucionario. Cuando éste alcanzó el poder su imagen fue de una especie de "nuevo Bolívar" más que de un revolucionario marxista. Durante todo el año 1959 las declaraciones del propio Castro impedían que se le pudiera considerar como tal.
Por otro lado, la política de la URSS respecto a Iberoamérica había sido extremadamente prudente a comienzos de los años cincuenta, cuando se estableció un régimen procomunista en Guatemala. A lo largo del año citado, los mismos soviéticos conceptuaron lo sucedido en Cuba como la construcción de un "Estado de democracia nacional" que a los chinos siempre les pareció insuficiente como para ofrecer una colaboración verdaderamente generosa. Pero en tan sólo dieciocho meses la situación cambió cuando Castro decidió alinearse con el comunismo. A partir de este momento, todos los partidos comunistas del mundo fueron inducidos a apoyar sin fisuras la Revolución cubana. De todas las maneras, siempre la URSS tuvo un cierto reparo en que la identificación de Castro con el modelo soviético le convirtiera en más vulnerable.
Ya hemos visto que el activismo de Kennedy en política exterior y el hecho de que ya en la época de Eisenhower se hubiera preparado una operación encubierta en contra de la Cuba castrista tuvieron como consecuencia que, en abril de 1961, se diera luz verde por la Administración demócrata al desembarco de Bahía de Cochinos, una operación pésimamente organizada que ni podía pasar desapercibida ni contó con una ayuda tan decidida como para derrocar a Castro. Después de ello no desaparecieron del horizonte de lo posible, del lado norteamericano, operaciones tendentes a derrocar o incluso a asesinar a Castro. Pero la política de Kennedy tuvo también otro aspecto más laudable. La "Alianza para el Progreso", postulada por el presidente norteamericano en un discurso ante el cuerpo diplomático hispanoamericano en la capital de Estados Unidos, supuso una ayuda de 20.000 millones de dólares. Como aseguró el historiador y asesor presidencial Arthur Schlesinger, se había convertido en evidente que un esfuerzo de idealismo social era lo único verdaderamente realista que podía hacerse por los Estados Unidos en Iberoamérica. Mientras tanto, como hemos podido comprobar, las relaciones de Kruschev con Kennedy, principalmente respecto a la crisis de Berlín, habían sido netamente malas sin establecerse un mínimo de confianza entre ambos.
Como también se ha indicado ya, la iniciativa en el planteamiento de la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba debe atribuirse en exclusiva a Kruschev y no tanto por motivos relacionados con su voluntad de defender la revolución cubana como de lograr mediante la instalación de misiles de medio alcance una ventaja comparativa con respecto al balance estratégico nuclear preexistente entre las dos superpotencias. De lo único que puede culparse a la Administración norteamericana es de que quien tenía la responsabilidad más importante -Kennedy- había asegurado que existía un desfase estratégico norteamericano en armas nucleares para luego desmentirlo, lo que pudo provocar a Kruschev. Por otro lado, el Gobierno norteamericano nunca tomó en serio lo que consideraba como bravatas de Kruschev sobre la posibilidad de instalar misiles soviéticos en Cuba. De cualquier modo, aunque la instalación de los mismos supusiera una ventaja importante para los soviéticos, de ninguna manera compensaba la ventaja norteamericana que la propia Administración de este país evaluaba en 17 a 1.
Desde el verano de 1962 los servicios secretos norteamericanos empezaron a especular sobre la posibilidad de que los soviéticos estuvieran instalando misiles en Cuba. La confirmación, sin embargo, no se llevó a cabo sino el 16 de octubre de 1962 tras el vuelo de un avión espía U2 y el posterior estudio de las fotografías tomadas. La propia rapidez de la construcción de las instalaciones contribuye a explicar que no se hubieran hecho las operaciones de camuflaje imprescindibles. Desde ese momento, empezó a actuar una célula de crisis del Gobierno norteamericano en la que no siempre existió unanimidad. Mientras que el propio secretario de Estado norteamericano recordó que los Estados Unidos mantenían su superioridad, otros señalaron que lo sucedido equivalía a la violación por parte de los soviéticos de la doctrina Monroe, que vetaba la intervención extraña en el Nuevo Continente, a tolerar la falta de credibilidad que sufrirían los Estados Unidos en el caso de que no hubiera reacción, a acortar el tiempo de aviso de ataque nuclear o a aceptar la vulnerabilidad de los bombarderos estratégicos norteamericanos situados en Florida.
Tomada la decisión de actuar, se planteaba la posibilidad de llevar a cabo un bombardeo sin preaviso o la de establecer un bloqueo marítimo a la isla, que luego adoptaría la denominación, más inocua, de "cuarentena". La primera decisión hubiera supuesto "un Pearl Harbour al revés", aseguró Robert Kennedy, quien añadió que su hermano nunca actuaría como lo había hecho el almirante japonés Tojo; no obstante, obtuvo seis votos mientras que la segunda opción logró once. El 22 de octubre Kennedy anunció al mundo la decisión por televisión; poco antes había informado a sus aliados y al legislativo norteamericano. La conmoción fue espectacular: uno de cada cinco norteamericanos pensó que la Guerra Mundial era ya inevitable.
Por fortuna este desenlace fatal no se produjo. El 24 de octubre empezó a funcionar la "cuarentena" deteniendo la flota americana a algunos de los veinticinco buques soviéticos que se estaban dirigiendo hacia Cuba. Dos días después, Kruschev dirigió una primera carta a Kennedy, espontánea y probablemente bienintencionada, por más que él hubiera sido quien puso en marcha la instalación de misiles: se mostraba dispuesto a desmantelarlos a condición de una promesa formal de que Cuba no sería invadida. El 27 una nueva carta del líder soviético incluía la demanda adicional de que los norteamericanos desmontaran las instalaciones de misiles Júpiter que tenían en Turquía. De estas dos cartas, el presidente norteamericano sólo respondió a la primera aunque, en su respuesta, aludió también vagamente a la segunda. La promesa de no invadir Cuba podía ser hecha porque no había ningún plan directamente dirigido a este propósito; otra cosa es que, como ya se ha dicho, subsistieran las operaciones encubiertas. En cuanto a los misiles instalados en Turquía, muy obsoletos y vulnerables, desde hacía tiempo se había pensado en hacerlos desaparecer, pero a Kennedy le pareció que ofrecer esa medida como contrapartida habría equivalido a dar la sensación a su propia opinión pública de que se cedía en exceso. De hecho, consiguió un éxito manifiesto de cara a la misma, aunque en realidad fuera más efectivo en lo que respecta al modo de enfrentarse con la crisis que en la previsión de que podía acontecer o en capacidad de evitarla. El 28 de octubre la crisis había sido superada y los soviéticos empezaron a desmontar sus misiles aceptando la solución acordada con los norteamericanos.
El mundo recibió la noticia con alivio pero hubo una larga serie de hechos que ignoró en el transcurso de la crisis y que sólo han sido conocidos con el transcurso de mucho tiempo y la apertura de los archivos. La más importante de ellas es que la iniciativa partió de Kruschev y no fue tan sólo defensiva por más que los cubanos hubieran solicitado la presencia de armas nucleares soviéticas en la isla.
Pero hay muchas otras más. Parece, por ejemplo, que ambos contrincantes durante la crisis procuraron evitar la confrontación final. Los norteamericanos, por ejemplo, sufrieron el derribo de dos aviones U2, uno sobre la isla y otro en Siberia, y, sin embargo, no dieron cuenta de ellos para evitar la repercusión sobre la opinión pública propia; además, modificaron sucesivamente el perímetro en que tenía lugar la cuarentena también con el deseo de evitar mayor conflictividad. Los soviéticos tuvieron que enfrentarse con la airada reacción de Castro partidario incluso de un ataque nuclear inicial de los soviéticos e indignado cuando éstos decidieron ceder. En adelante, hubo de conformarse con la presencia en la isla de cazabombarderos que podían llevar armas nucleares (algo de lo que los norteamericanos permanecieron ignorantes). Tampoco habían sabido estos últimos que, pese a lo que ellos pensaban, si hubieran llevado a cabo el bombardeo preventivo los soviéticos de la isla hubieran respondido porque tenían instrucciones para ello y, además, disponían ya de cabezas nucleares para hacerlo, algo de lo que tampoco fueron conscientes Kennedy y los suyos.
La conclusión más importante de la crisis de Cuba fue que, a pesar de bordearse la posibilidad del estallido de una guerra nuclear, la disuasión nuclear había funcionado, por más que hubiera sido "in extremis". Además, había quedado claro que el diálogo de las dos superpotencias era, a la vez, necesario y posible. La coexistencia pacífica no era, por lo tanto, un slogan de propaganda sino algo impuesto por las circunstancias. No puede extrañar que no tardara en producirse una evolución hacia la distensión. Las primeras medidas en este sentido fueron el establecimiento de un "teléfono rojo" destinado a hacer posible la comunicación entre las cúpulas dirigentes de las dos superpotencias y la prohibición de ensayos nucleares en la atmósfera.
Por lo demás, convertida la Cuba de Castro en todo un modelo, en especial de cara al Tercer Mundo, sus relaciones con la URSS resultaron bastante más complicadas de lo que en principio podía esperarse. Para comprobarlo, merece la pena tratar esta cuestión en este momento y de manera global sin esperar a hacerlo más adelante para percibir así con más claridad que la relación fue más conflictiva de lo que en principio podía pensarse. En efecto, Castro pareció querer evitar cualquier compromiso con una de las partes cuando se produjo la división del movimiento comunista en dos tendencias, una prosoviética y otra prochina. Si finalmente se decidió a apoyar a la URSS fue porque la consideraba más capaz de ayudarle, como efectivamente sucedió: de hecho, la economía cubana fue, en adelante, fuertemente subvencionada por la ayuda de los países del área soviética.
A pesar de ello, hubo importantes diferencias de criterio entre los dos países. Los soviéticos estaban mucho más interesados en lograr que los partidos comunistas de todo el mundo se alinearan con sus posturas que en la eventualidad de creación de zonas guerrilleras en puntos neurálgicos de Hispanoamérica. La paradoja fue, en efecto, que en realidad Cuba sintonizaba mucho más desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria con China que con la URSS. En la Conferencia Tricontinental, celebrada a comienzos de 1966 en La Habana, Castro se reivindicó a sí mismo como líder de todos los movimientos guerrilleros revolucionarios defendiéndolos a todos ellos, fueran o no comunistas, y mostrándose partidario de una política de activismo subversivo que le llevaba a predicar una directa involucración en la Guerra de Vietnam que las dos grandes potencias comunistas evitaron.
Al mismo tiempo, sin embargo, en un momento en que el propio Estado chino estaba en grave peligro, sometido a la crisis de la revolución cultural, se produjo una ruptura violentísima con este país que llegó a retirar a Castro la consideración de socialista. Pero en su repudio de cualquier proclividad parlamentaria y en su preferencia por la acción guerrillera, Castro, en realidad, estaba muy próximo a la posición de Mao.
Fue este activismo el que le enfrentó a los soviéticos siempre proclives a un comportamiento más prudente en un área como la hispanoamericana, que debían considerar como controlada por la hegemonía del vecino del Norte. De ahí el desencanto sentido por la URSS, perceptible en el escaso número de artículos que durante mucho tiempo se dedicó en la prensa soviética a la experiencia de Castro. Las peores relaciones entre los dos países se produjeron en 1967-8 cuando el líder cubano se había lanzado a la promoción de focos guerrilleros rurales con ayuda de revolucionarios iberoamericanos o extranjeros, como Che Guevara o Regis Débray. Eso le hizo enfrentarse a gran parte de los Partidos Comunistas de la región, en especial al venezolano. La URSS, que quería anudar una relación económica estrecha con los países del área, no pudo alinearse con esta actitud e incluso presionó sobre los cubanos por el procedimiento que tenía más a mano: ser menos generosa de lo que lo había sido antes con los cubanos que, por ejemplo, padecieron dificultades en lo que respecta a su abastecimiento de productos energéticos.
La liquidación de los movimientos guerrilleros a finales de los años sesenta contribuyó a que la postura de Castro cambiara. La desaparición de esa vía revolucionaria le hizo apoyar dictaduras populistas, como la de Velasco Alvarado en Perú o a líderes socialistas revolucionarios, que accedían al poder por procedimientos parlamentarios como Allende en Chile. Esa política resultaba más homologable con los intereses estratégicos de la URSS, que no tuvo inconveniente en prestar más ayuda: en 1972 Cuba ingresó en el COMECON y dos años después Breznev la visitó. Durante la década de los setenta, siendo ya improbable el éxito de cualquier aventura revolucionaria en Iberoamérica, Castro se lanzó a una aventura africana que favorecía los intereses estratégicos soviéticos. Pero ésta es ya una cuestión de la que se tratará más adelante.